» La Malva no se va!» El pedagógico y la madre de un desaparecido.

 

En el segundo semestre de 1980 los estudiantes del Pedagógico demostraron todo su rechazo a la autoridad universitaria, fiel representante de la institucionalidad militar que reinaba en chile, paralizando la universidad y movilizándose diariamente. Las voces de estudiantes, desde el MIR hasta la DC, se aunaron en un solo grito de repudio al despido injustificado de la profesora de castellano, Malva Hernandez, por supuestos «motivos presupuestarios», los que escondían a su vez el deseo de despedir a una profesora miembro de la agrupación de familiares detenidos desaparecidos.
El paro generalizado, la inactividad académica y los gritos de «¡la malva no se va!», terminaron de golpe en el momento que el rector designado, y el decano de filosofía y humanidades, decidieron cerrar el año académico. 

 

Entre octubre y marzo del siguiente año, la dictadura y todo su equipo de civiles apuraron la promulgación de una nueva Ley General de Universidades. Era el pleno proceso de institucionalización del régimen. Gonzalo Vial, historiador y ministro de educación, salía en marzo anunciando la reestructuracion de la universidad, que en otras palabras no fue más que su desmembramiento.

Y dentro de ella, el Pedagógico dejaba de existir, las facultades se re-estructuraban, las carreras pedagógicas eran quitadas del rango de universitarias y el campus Macul -o las termas de Macul- eran bautizadas como Campus Lircay en honor a la batalla de liberales contra conservadores en 1829. Estudiantes fueron divididos entre la nueva sede de la Universidad de Chile y los de la Academia superior de Ciencias Pedagógicas, y lo que se pensaba que sería la biblioteca más grande de América Latina se reducía a pequeñas partículas.

El Campus de la Academia fue pintado entero de blanco, sus enredaderas cortadas, y desde ese momento «el pasto creció más largo».
Hoy, el hasta ahora rector de la Universidad, estudiante de castellano en el proceso más duro de la dictadura, decide volver a pintar su edificio central de color blanco. Y con ello revivir la época del pasto largo, de la policía secreta, de la delación, del terror y la ruptura. La renovación de algunos otrora resistentes es espeluznante.

 — con Malva Hernández Castillo y Jorge Pesce Aguirre en Metropolitan University of Educational Sciences.

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                               RODRIGO

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“Ahora comprendo mi piel y mis huesos

el tañido funerario de todas mis canciones

el blanco color opaco de mi espejo

la oquedad de mis sienes.

Yo soy la madre          vengo desde la altura

He perdido a mi hijo y soy su tumba.”

(Ronda – Eugenia Brito)

Los recuerdos que tengo de mi hijo los he ido anotando algunas veces para no olvidarlos. Cuando Rodriguito entró a kínder tenía casi cinco años. Su colegio era antiguo y estaba cerca de la casa (en ese tiempo vivíamos en Ñuñoa); la construcción era muy vieja; una muralla alta de ladrillos la separaba de la calle y para entrar, había una puerta de madera. Adentro, tenía un gran patio con salas por los costados y en medio de él, estaba una salita cuadrada que era más nueva, donde se situaba el kindergarten; su piso era de tablas de madera ancha, que en algunas partes se veía carcomida por el paso de los años; esta salita tenía una gran ventana que se abría hacia el patio. En medio de este, había un árbol añoso,  que en esa época tenía unas flores largas, verdes, como cuncunas. La profesora, una muy buena educadora, como había dicho el director, era una niña muy joven.

Cierto día Rodriguito tuvo una idea genial. A la entrada de la  sala había un hoyo redondito entre dos tablas. En el recreo juntó las florcitas y las puso alrededor del hoyito en forma de rayos; para él era algo bonito. Cuando la señorita entró, lanzó un grito y saltó por la ventana. Vino corriendo la inspectora a ver qué pasaba y la profesora le contó que había un hoyo lleno de gusanos. Como los niños eran muy pequeños, no les preguntaron nada. Cuando Rodriguito llegó a la casa, me contó lo que había pasado, pero no entendía por qué la señorita había gritado…

Al año siguiente, cuando tenía poco más de cinco años,  entró a primero básico al Colegio Calasanz. Un día cuando llegó a la casa, me contó, con sus ojitos tristes, a punto de llorar: “En el colegio hay un niño que no vive con su mamá…”  Y me miraba directamente a los ojos a ver qué decía yo. Le pregunté por qué y él me contestó que la mamá estaba en Arica. Yo le dije que a lo mejor ella estaba trabajando allá y por eso no estaba con él. No me dijo nada, pero siguió triste toda la tarde… para él era terrible no vivir con su mamá.

Un día invitó a un compañero de curso a la casa y cuando estaban jugando en nuestro patio, que era muy grande y muy bonito, yo lo llamé diciéndole “Gordo”, para que viniera. Él se puso colorado y vino donde yo estaba y muy avergonzado me dijo:” No me digas así, no ves que mi amigo es gordo…” Pensé que era tan niño y ya se preocupaba de no herir a su amigo, diciéndole lo que este pensaba que era su defecto.

Se veía bien con su uniforme de pantalón corto, camisa blanca, corbata y chaqueta. Tenía su carita de niño, todavía redonda, por eso yo le decía Gordo, mi gordo…

Otro día me contó con los ojos muy abiertos y con la mirada perdida como mirando hacia adentro: “El papá de un niño de mi colegio inventó una máquina a la que le echa paja por un lado y le sale leche por el otro…” Yo me reí y no me di cuenta de que él ya quería imaginarse el mundo  de otra forma, con su pensamiento concreto todavía.

Sus compañeros eran su tema predilecto. Aunque también, su hermano mayor. Un día, cuando volvían del colegio, él venía enojado y cuando les abrí la puerta me dijo: “El Eduardo me dice a cada rato que me apure y cuando pasa por la casa del lado y está esa niña, se hace el grande de siete años y más me apura …” Como en esa época los niños usaban un bolsón que se colgaban de un hombro y la correa les cruzaba el pecho, su hermano, que era un año mayor y más delgado y ágil, lo apuraba siempre, pero lo que le daba más rabia a él era que cuando pasaba por la puerta del lado se lo decía más fuerte, haciéndose “el grande de siete años”. Sentía que su hermano lo mandaba y por algo inentendible, precisamente en ese lugar, al llegar a la casa, después de caminar cuatro largas cuadras, lo apuraba… El amor no tocaba a su puerta todavía.

En ese tiempo siempre nos visitaba una tía abuela mía que era buena relatando historias. Una vez nos contó que en el campo a un hombre que tenía una sola oreja lo llamaban Pilón. Rodrigo ya estaba más grande y un día nos sorprendió diciéndonos que él había inventado una adivinanza: “Tengo la cabeza hueca y soy pilón”. Nos desafió a que la adivinásemos y nadie supo: era una taza.

Pasó el tiempo y nos fuimos a vivir a Las Condes. Ya no conversaba con Eduardo, su hermano mayor, porque sentía que su mundo era diferente al de él. En cambio, su hermano menor, Patricio, y su gran amigo Cristián, eran tierra fresca  para sembrar sus ideas. Se sentaban en un asiento de la plaza, al frente de la casa, a reflexionar y él explicaba su filosofía adolescente. Allí los pillaba la noche y solo terminaban sus conversaciones cuando los llamaban a comer.

En esa misma época empezó a enseñarle el mundo a su hermana pequeña, a Malvita. A ella la adoctrinaba sobre cómo defenderse cuando la vecina, niña como ella, le tiraba su largo pelo rubio, su orgullo y su debilidad a la vez. Rodrigo le adaptó un linchaco que se había quebrado y le enseñó a usarlo; también a usar sus manos en defensa propia… Pero, sobre todo, le enseñó, tendidos en el pasto por las noches, a mirar las estrellas y cómo distinguirlas…

Sus sueños se los transmitía a ellos, sus hermanos y su amigo más querido… Era un filósofo en capullo todavía, mas   ya quería actuar ante lo duro, pero también quería mostrar lo hermoso que tenía la vida. Más adelante vendrían los años de su militancia, el encuentro con el amor y la lucha contra el dictador.

Y entró a la universidad a estudiar Filosofía. Allí su personalidad de líder carismático y alegre no pasó inadvertida; fue vigilado y delatado… y despareció.

Esta es la historia de su corta vida.

Hijo mío, te miro en las fotos donde miras de frente y tus ojos me hablan. A veces te veo sonriendo, a veces, serio. Tu presencia está siempre conmigo y tus palabras me duelen, porque por defenderte del peligro, como si dijera mágicos conjuros, en lugar de sembrarte coraje te decía que te cuidaras y tú me lo enrostrabas, diciéndome que si te pasaba algo, era yo la que te iba a joder.

Me siento culpable de no haber vivido a concho mis días contigo, porque te fuiste tan luego y tan horriblemente de mi vida. Esta pena que llevo es un peso que me agobia y no puedo calmarla con nada. Cuando llegan estos días de otoño, casi invierno, te recuerdo caminando con tus pasos largos, entrando al Pedagógico y cimbreándote bajo la llovizna como si nada…

Cuando no te vi más, al comienzo lloré mucho por ti, escondida para que no me vieran tus hermanos ni nadie. Lloraba porque te sabía desvalido, lejos, aislado y mi mente se detenía justo ahí, sin pensar en lo que te estaría pasando. Pero cuando perdí la esperanza de volverte a ver, no lloré más. Se me habían secado los ojos.

Ahora que estoy anciana, cuando pienso en ti en las noches, me salen sollozos secos, terriblemente secos y solo me llegan al pensamiento estos versos para quedarme dormida:

“Velloncito de mi carne, que en mi entraña yo tejí, velloncito friolento, duérmete apegado a mí!”

(Apegado a mí – Gabriela Mistral)

Mayo de 2016

Marchar de la memoria al poder. Resignificación de los ritos.

Chile. ¿Por qué el 10 de septiembre hay que marchar del cementerio al centro de Santiago?

por Andrés Figueroa Cornejo (Chile)

Publicado el 6 Septiembre, 2017

1.

Para quienes persiguen cambiar la vida y el actual orden de cosas, la memoria no puede monumentalizarse ni agotarse en una simple evocación nostálgica. Para las y los insumisos, la memoria es historicidad actualizada. Que no museo, que presente y futuro.

 

 

Por eso marchar desde el centro de Santiago de Chile hasta el cementerio general para conmemorar a las y los luchadores sociales que cayeron desde el 11 de septiembre de 1973 hasta hoy mismo, constituye una mera puesta en escena de lo que fue. Es un momento necesario, pero insuficiente.

(Y quienes cayeron por la libertad desde el 11 de septiembre de 1973 hasta ahora mismo, son reflejo disruptivo de los que cayeron mucho antes, en los pliegues relampagueantes de la historia de los pueblos en lucha. La desobediencia de los oprimidos es un resultado histórico, movimiento real en alza, momentos cruciales y rompientes de la normalidad sistémica. Ensayos del porvenir.)

2.

Los ritos son tan importantes que es preciso modificarlos según el aquí y el ahora. En cambio, marchar desde el cementerio general hasta el centro de Santiago, esto es, desde la memoria hasta el lugar donde simbólicamente se condensa “lo público”, “lo de todos”, es un ejercicio que sí completa el circuito con sentido de la voluntad transformadora, tanto de los que cayeron y que con nosotros van, como de los que enfrentan las actuales opresiones con el objetivo de superarlas. De lo contrario, la marcha habitual al cementerio general se vuelve un simple espectáculo de repertorio inofensivo. El espectáculo de la caminata del derrotado. El fetiche anti-histórico de la fatalidad quieta, fija. La reiteración incesante de la muerte. Pura impotencia.

Pero los pueblos no van tras la muerte. Son en latencia la promesa de la nueva vida o de la vida por fin socializada.

¿Dónde quiere la oligarquía chilena a la disidencia social más resuelta? En el cementerio. ¿Y cuál es su terror callado o explícito? Que los plebeyos, los humillados y ofendidos, se hagan del poder político y terminen con su dictadura centenaria. El amo sólo tiene sentido cuando existe el esclavo. Ante la liberación del esclavo, se desmorona la condición del amo. Asimismo, el amo, en medio de su derrumbe, por fin comprenderá que ya liberado el esclavo, el mismo amo se libera. En ese momento “no se da vuelta la tortilla” (lo que equivaldría a mantener las mismas relaciones de poder con los sujetos invertidos nada más). La emancipación del esclavo asalariado o sometido al gran capital, jamás puede ser un acto de venganza. Tiene que ser un proceso libertario de todo el género humano. Libre el esclavo, entonces el amo se disuelve en la angustia de su propia libertad desnuda.

3.

La lucha histórica entre opresores y oprimidos se ofrece sobre todo en el campo simbólico y cultural, de acuerdo a las relaciones de fuerza concretas y específicas que trazan la actual fase de dominación en Chile. Las y los oprimidos, las y los comunes, a diferencia de los opresores, bajo las relaciones sociales capitalistas, no pueden alcanzar el poder desde la hegemonía de su propio desenvolvimiento económico hasta llegar a destronar paulatinamente a la minoría mandante, sino que sólo puede realizarse desde la consciencia práctica de su devenir emancipatorio. Por eso la creación de estrategias populares en contra de las sofisticadas relaciones de alienación y de disciplinamiento social está a la orden del día. Y los fenómenos ligados a la alienación y al disciplinamiento social no se limitan únicamente a la población en general. Lo realmente grave es que se reproducen entre quienes se autodenominan desde progresistas hasta revolucionarios. Por ejemplo, el patriarcado, el autoritarismo, formas solapadas o abiertas de racismo y discriminación, se practican ampliamente entre las izquierdas institucionales y no institucionales. En consecuencia, el combate cotidiano en contra de la alienación individual y social debe enfrentarse antes que en ningún otro sitio, en los activos organizados que persiguen la superación de dominio del capital, la explotación y súper-explotación humana y la destrucción suicida de la biodiversidad. También los sujetos rebeldes deben llegar a ser libres. La humanidad colonizada multidimensionalmente por la ideología del capital no puede contener en sí misma las huellas de una civilización nueva.

4.

Aunque parezca apenas un gesto, marchar desde el cementerio hasta el centro de Santiago, en realidad es una de las tantas formas de ir saboteando lo establecido desde y por los pocos de arriba.Esos pocos, ya lo sabemos, nos quieren lo más lejos posible del sitio que resume lo público y lo político. El Estado capitalista chileno, uno de los más hábiles del continente, únicamente quiere clientes, consumidores, usuarios, y operadores funcionales a sus intereses. No es ningún problema para el régimen prevalente que la minoría activa de vez en cuando espectacularice su calendario de derrotas, la cual, a su vez, se corresponde al calendario de las victorias del opresor.

Por eso el 11 de septiembre (este año, el domingo 10 de septiembre) hay que marchar de la memoria al poder, del cementerio al centro cívico de Santiago. No por capricho ni irrespeto. Sino que para ir rompiendo en el ámbito simbólico y de la consciencia de la propia rebeldía, la exclusividad oligárquica de la política.

Por los derechos sociales y populares de las y los trabajadores asalariados y de los auto-explotados; de las mujeres, de los indígenas, de los migrantes, de la disidencia sexual, de los jóvenes sin porvenir y de los viejos-jóvenes, de los empobrecidos, de los ambientalistas, de los colectivos de DDHH, de los intelectuales que producen conocimientos desde los intereses de los de abajo, de los adoloridos, enfermos y esperanzados, de los cristianos de la opción por los pobres, de los desesperados y de los felices en la alegría desafiante de toda la vida que nos queda por imaginar y crear.

@PeriodistaFigue

Una imagen, una historia. 11 de Septiembre 1973. Orlando Lagos.

  • 11 de septiembre de 2016 ·

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    Hector Gonzalez De Cunco

    …11 de septiembre de 1973.© Foto de don Luis Orlando Lagos

    Hoy, la traigo para contar, hasta donde sé, la historia que atribuye esta foto a dos autores diferentes.

    «A las diez de la mañana, los tanques comienzan a bombardear La Moneda. La foto muestra el último recorrido por La Moneda del presidente Allende, portando un casco y con un arma en mano, mira hacia arriba, señal inequívoca del paso de los aviones. Detrás va su médico Danilo Bartulin, apesadumbrado, mirando hacia el cielo: “Sabíamos que el presidente no se rendiría”. Detrás del presidente, en el rellano de la puerta semi abierta, vemos al carabinero José Muñoz y el final el rostro de uno de los GAP. El hecho que aparezca el carabinero significa que la fotografía fue tomada entre las diez y las diez y media de la mañana, pues a esa hora precisa, la guardia presidencial de carabineros abandona el Palacio. (Allende había leído el discurso final poco antes de las 10 AM) Los dos guardaespaldas que surgen en los costados de la fotografía, mirando también al cielo, eran Felipe y Mauricio, que se cuentan entre los detenidos-desaparecidos».
    (Información tomada del libro “MULTITUDES EN SOMBRAS”, de Gonzalo Leiva Quijada, pag 35. Ed, Ocho Libros, primera edición, agosto 2008)

    detalle libro

    A continuación, «Triste historia de la foto de Luis Orlando Lagos», reportaje de Camilo Taufic, publicado en el diario La Nación el domingo 4 de febrero del 2008.

    Fue un secreto tan bien guardado, que en todos los homenajes rendidos en estos días al fallecido Luis Orlando Lagos Vásquez (familiares, prensa, colegas y amigos), nadie recordó la hazaña realizada por este pequeño gigante de la fotografía chilena, que ha sido comparado con «clásicos mundiales», como los reporteros gráficos que estuvieron en Iwo Jima, la caída de Berlín o la guerra de Irak.

    El Chico Lagos retrató -con una cámara Leica- desde adentro el drama que se desencadenaría en La Moneda a primeras horas del 11-S-73. Registró así para la historia el últimore corrido de Salvador Allende por las dependencias de palacio, rodeado de GAP y carabineros, hasta ese momento leales, cuando ya los aviones golpistas sobre volaban el centro de Santiago, eligiendo el trayecto posterior de sus bombas contra la sede del Gobierno.

    Después de cumplir su deber profesional, Orlando Lagos, fotógrafo oficial de La Moneda desde 1970-1,55 de estatura-, logró salir de allí junto con las hijas del PresidenteAllende, Beatriz e Isabel (la actual diputada), entre otros, en una breve tregua concedida por los militares, que avanzaban con tanques e infantería hacia todas las salidas.

    Llevaba oculto entre los pliegues más íntimos de su ropa el rollo con los negativos, -base de las imágenes que se harían célebres-, dejándolo a él en un anonimato que duró décadas, y que recién termina con esta crónica. Las fotos del Chico Lagos se publicaron tres semanas más tarde en Estados Unidos, y empezaron a dar vueltas, desde entonces, por el mundo, en miles y miles de copias sin atribución de autor. La mayoría de las veces como testimonio del último acto político deSalvador Allende, pero también como ejemplo de foto-reportaje en círculos profesionales y académicos.

    AUTOR DESCONOCIDO
    «The New YorkTimes», considerado por muchos el principal diario del orbe, compró en Santiago, a comienzos de octubre de 1973, por 12 mil dólares -por aquel entonces, una cifra soñada-, un set de seis de las fotografías de Orlando Lagos, con el compromiso de no revelar su nombre hasta el día de su muerte. Pero cuando ésta ocurrió -la tarde del 7 de enero pasado, en el Hogar de Ancianos La Reina, del Consejo Nacional de Protección a la Ancianidad-, los editores neoyorquinos ya se habían olvidado del compromiso, y ni siquiera registraron el deceso en sus columnas.

    Lo peor es que tal vez el Chico Lagos no llegó a recibir el dinero pagado por sus crudas instantáneas.La operación con el «NYT» pudo haberse hecho a través de un intermediario, del cual nunca más se supo. Lagos jamás estuvo disponible para negociar las miles de «exclusivas» que su posición le permitía tomar día a día.

    Fotógrafo personal de Allende durante sus cuatro campañas presidenciales, Orlando Lagos continuó a su lado en La Moneda entre 1970 y 1973, acompañándolo en todas las giras presidenciales, dentro y fuera de Chile. Cuando se realizó la venta al «New York Times», estaba siendo seguido de cerca por los esbirros de Pinochet, que allanaron su casa tres veces después del golpe y destruyeron todos sus archivos y aparatos fotográficos, en busca de fotos»comprometedoras».

    Con el tiempo, el dramático testimonio gráfico del chileno al interior de La Moneda pasó a ser patrimonio común de la prensa mundial y de la «resistencia», por sobre el copyright del diario neoyorquino, violado incontables veces en libros, afiches, películas, manifestaciones, discos y periódicos (con copias de copias de copias) sin que se mencionara jamás el nombre del verdadero autor de las fotos.

    Tampoco lo hicieron los organizadores del Premio Internacional World Press, otorgado como «La Foto del Año 1973″ a la principal de Orlando Lagos, en que Allende y sus acompañantes (un gap, a la derecha; el médico Danilo Bartulin, al centro, y a su izquierda, el capitán de Carabineros José Muñoz) reflejan en sus rostros la inquietud por la amenaza del inminente bombardeo aéreo que se insinuaba en ese momento.

    APROVECHADOS
    Más allá de las maniobras comerciales, diversas versiones han pretendido atribuir las fotos de Orlando Lagos a otros autores, suponiendo incluso que el ignorado fotógrafo»no era un chileno». O que las fotos correspondían en realidad a los aprestos defensivos en La Moneda ante el «tancazo» (julio del 73) y no al 11 de septiembre.

    El escritor residente en Canadá, Hermes H. Benítez, en su libro «Las muertes del Presidente Allende» (Ril Editores, Santiago 2006) asegura en la página 88 de su obra que las últimas fotos del Mandatario que encabezó la Unidad Popular, «fueron hechas» por un tal «Freddy Alborta». Y ese nombre existe, curiosamente, y se trata además de un fotógrafo. Pero es el autor comprobado de las también célebres tomas del Che Guevara luego de ser asesinado en una escuelita de La Higuera, en Bolivia, en octubre de 1967.

    Frank Manitzas, corresponsal de la cadena norteamericana de televisión CBS en Santiago en1973-74, declaró en su momento que el autor de las fotos al interior de LaMoneda, en la mañana del 11-S, «era un tal ‘David’, de unos 40 años,canoso y que usaba un fino bigote». Orlando Lagos ya era canoso en esa época, pero tenía 60 años y según me declaró su hija, Julia Ester, que lo cuidó hasta sus últimos días, «nunca usó bigotes; ni finos ni gruesos».

    AL EXTERIOR
    El propósito del reportero gráfico era salir cuanto antes del país en aquellos días, y por eso habría negociado rápidamente las fotos, preocupado por su seguridad personal. Según Manitzas, «se embolsó la nada despreciable suma de 12 mildólares». Pero Orlando Lagos nunca recibió ese dinero, declara Julia Ester; «por el contrario, permaneció en el país pasando grandes penurias económicas, hasta que pudo viajar a Venezuela, recién el año ’75, y con un pasaje que le tuvo que comprar un amigo, porque él no tenía un centavo».

    En 1998, el recuerdo del fotógrafo «anónimo» resucitó en un reportaje de un diario santiaguino, que publicó con grandes letras: «¿Está vivo ‘David’? Periodistas franceses lo buscan en Chile para rendirle homenaje». Pero Lagos no dio ninguna señal, ni siquiera en pleno Gobierno de la Concertación.

    Cuando efectivamente lo homenajeó el Colegio de Periodistas, doce años antes, en 1986, y en plena dictadura, utilizando la tribuna de la Sala América de la Biblioteca Nacional, colmada de periodistas, estudiantes de periodismo y corresponsales extranjeros, el Chico Lagos insinuó la verdad de una tonelada que llevaba encima desde 1973. Nadie -salvo sus más íntimos- reparó en el guiño que contenían sus palabras, cuando expresó textualmente: «Lo más emocionante en mi vida profesional fue el día 11 de septiembre de 1973, cuando estando en La Moneda, el PresidenteSalvador Allende me pidió que abandonara el Palacio de Gobierno, el que fue bombardeado cinco minutos más tarde».

    No podía decir más entonces Orlando Lagos, que había tomado las fotos que harían historia sólo unas horas antes de la despedida de Allende. Ésta consistió en un firme apretón de manos. Tampoco hablaría en público al respecto con posterioridad. Pero su familia más cercana siempre supo que él era el único autor de aquellas fotos para el bronce. En el último período de su vida, el Chico Lagos cayó en las garras del mal de Alzheimer, agudizado desde fines de 2005, y ya nunca más habló de su hazaña.

    En esta crónica de LND se reconoce, por primera vez en forma explícita en el periodismo chileno e internacional, la paternidad de Luis Orlando Lagos Vásquez sobre las últimas fotos de Allende con vida, al interior de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973. El autor de esta nota estaba al tanto de ello desde 1974, en el exilio, pero nunca antes pudo publicarlo, incluso cuando revelar el secreto ya no dañaría a nadie… salvo, quizás, a los que cobraron los 12 mil dólares a nombre del Chico Lagos. Pero eso tampoco se sabía públicamente hasta hoy, domingo 4 de febrero de 2007.

    LA HISTORIA SECRETA DEL CHICO LAGOS

    Fue un secreto tan bien guardado, que en todos los homenajes rendidos en estos días al fallecido Luis Orlando Lagos Vásquez (familiares, prensa, colegas y amigos), nadie ha explicitado lahazaña realizada por este pequeño gigante de la fotografía chilena, que ha sido comparado con « clásicos mundiales» , como los reporteros gráficos que estuvieron en Iwo Jima, la caída de Berlín o la guerra de Irak.
    Texto de Camilo Taufic (publicado en el diario La Nación el domingo 4 de febrero del 2008)

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    CAMILO TAUFIC KALAFATOVIC

    El Chico Lagos retrató -con una cámara Leica- desde adentro el drama que se desencadenaría en La Moneda a primeras horas del 11-S-73. Registró así para la historia el últimore corrido de Salvador Allende por las dependencias de palacio, rodeado de GAP y carabineros, hasta ese momento leales, cuando ya los aviones golpistas sobre volaban el centro de Santiago, eligiendo el trayecto posterior de sus bombas contra la sede del Gobierno.

    Después de cumplir su deber profesional, Orlando Lagos, fotógrafo oficial de La Moneda desde 1970-1,55 de estatura-, logró salir de allí junto con las hijas del PresidenteAllende, Beatriz e Isabel (la actual diputada), entre otros, en una breve tregua concedida por los militares, que avanzaban con tanques e infantería hacia todas las salidas.

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    LUIS ORLANDO LAGOS DIT « EL CHICO »  (LE PETIT) PHOTOGRAPHE DE LA PRÉSIDENCE

    Llevaba oculto entre los pliegues más íntimos de su ropa el rollo con los negativos, -base de las imágenes que se harían célebres-, dejándolo a él en un anonimato que duró décadas, y que recién termina con esta crónica. Las fotos del Chico Lagos se publicaron tres semanas más tarde en Estados Unidos, y empezaron a dar vueltas, desde entonces, por el mundo, en miles y miles de copias sin atribución de autor. La mayoría de las veces como testimonio del último acto político de Salvador Allende, pero también como ejemplo de foto-reportaje en círculos profesionales y académicos.

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    PHOTOGRAPHIES DU PRÉSIDENT ALLENDE, LORS DU « TANQUETAZO » DU 29 DE JUNIO DE 1973  ON N’A PAS PU ESTABLIR L’IDENTITÉ  DU SOUSOFICIER  DE L ‘ARMÉE QUI L’ACCOMPAGNE

    AUTOR DESCONOCIDO

    « The New YorkTimes » , considerado por muchos el principal diario del orbe, compró en Santiago, a comienzos de octubre de 1973, por 12 mil dólares -por aquel entonces, una cifra soñada-, un set de seis de las fotografías de Orlando Lagos, con el compromiso de no revelar su nombre hasta el día de su muerte. Pero cuando ésta ocurrió -la tarde del 7 de enero pasado, en el Hogar de Ancianos La Reina, del Consejo Nacional de Protección a la Ancianidad-, los editores neoyorquinos ya se habían olvidado del compromiso, y ni siquiera registraron el deceso en sus columnas.

    Lo peor es que tal vez el Chico Lagos no llegó a recibir el dinero pagado por sus crudas instantáneas.La operación con el « NYT»  pudo haberse hecho a través de un intermediario, del cual nunca más se supo. Lagos jamás estuvo disponible para negociar las miles de « exclusivas»  que su posición le permitía tomar día a día.

    Fotógrafo personal de Allende durante sus cuatro campañas presidenciales, Orlando Lagos continuó a su lado en La Moneda entre 1970 y 1973, acompañándolo en todas las giras presidenciales, dentro y fuera de Chile. Cuando se realizó la venta al « New York Times» , estaba siendo seguido de cerca por los esbirros de Pinochet, que allanaron su casa tres veces después del golpe y destruyeron todos sus archivos y aparatos fotográficos, en busca de fotos» comprometedoras ».

    Con el tiempo, el dramático testimonio gráfico del chileno al interior de La Moneda pasó a ser patrimonio común de la prensa mundial y de la « resistencia» , por sobre el copyright del diario neoyorquino, violado incontables veces en libros, afiches, películas, manifestaciones, discos y periódicos (con copias de copias de copias) sin que se mencionara jamás el nombre del verdadero autor de las fotos.

    Tampoco lo hicieron los organizadores del Premio Internacional World Press, otorgado como « La Foto del Año 1973»  a la principal de Orlando Lagos, en que Allende y sus acompañantes (un gap, a la derecha; el médico Danilo Bartulin, al centro, y a su izquierda, el capitán de Carabineros José Muñoz) reflejan en sus rostros la inquietud por la amenaza del inminente bombardeo aéreo que se insinuaba en ese momento.

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    LE GÉNÉRAL  DIRECTEUR DE CARABINIERS DU CHILI  JOSÉ MARÍA SEPÚLVEDA GALINDO, LUIS FERNANDO RODRIGUEZ RIQUELME, MEMBRE DE LA GARDE PRÉSIDENTIELLE (GAP), LE PRÉSIDENT SALVADOR ALLENDEET LE DR.  DANILO BARTULIN  MÉDECIN PERSONNEL DU PRÉSIDENT.   PHOTO D’ORLANDO LAGOS

     

    APROVECHADOS

    Más allá de las maniobras comerciales, diversas versiones han pretendido atribuir las fotos de Orlando Lagos a otros autores, suponiendo incluso que el ignorado fotógrafo» no era un chileno» . O que las fotos correspondían en realidad a los aprestos defensivos en La Moneda ante el « tancazo»  (julio del 73) y no al 11 de septiembre.

    El escritor residente en Canadá, Hermes H. Benítez, en su libro « Las muertes del Presidente Allende»  (Ril Editores, Santiago 2006) asegura en la página 88 de su obra que las últimas fotos del Mandatario que encabezó la Unidad Popular, « fueron hechas»  por un tal « Freddy Alborta» . Y ese nombre existe, curiosamente, y se trata además de un fotógrafo. Pero es el autor comprobado de las también célebres tomas del Che Guevara luego de ser asesinado en una escuelita de La Higuera, en Bolivia, en octubre de 1967.

    Frank Manitzas, corresponsal de la cadena norteamericana de televisión CBS en Santiago en1973-74, declaró en su momento que el autor de las fotos al interior de LaMoneda, en la mañana del 11-S, « era un tal ‘David’, de unos 40 años,canoso y que usaba un fino bigote» . Orlando Lagos ya era canoso en esa época, pero tenía 60 años y según me declaró su hija, Julia Ester, que lo cuidó hasta sus últimos días, « nunca usó bigotes; ni finos ni gruesos».

    AL EXTERIOR

    El propósito del reportero gráfico era salir cuanto antes del país en aquellos días, y por eso habría negociado rápidamente las fotos, preocupado por su seguridad personal. Según Manitzas, « se embolsó la nada despreciable suma de 12 mil dólares» . Pero Orlando Lagos nunca recibió ese dinero, declara Julia Ester; « por el contrario, permaneció en el país pasando grandes penurias económicas, hasta que pudo viajar a Venezuela, recién el año ’75, y con un pasaje que le tuvo que comprar un amigo, porque él no tenía un centavo ».

    En 1998, el recuerdo del fotógrafo « anónimo»  resucitó en un reportaje de un diario santiaguino, que publicó con grandes letras: « ¿Está vivo ‘David’? Periodistas franceses lo buscan en Chile para rendirle homenaje» . Pero Lagos no dio ninguna señal, ni siquiera en pleno Gobierno de la Concertación.

    Cuando efectivamente lo homenajeó el Colegio de Periodistas, doce años antes, en 1986, y en plena dictadura, utilizando la tribuna de la Sala América de la Biblioteca Nacional, colmada de periodistas, estudiantes de periodismo y corresponsales extranjeros, el Chico Lagos insinuó la verdad de una tonelada que llevaba encima desde 1973. Nadie -salvo sus más íntimos- reparó en el guiño que contenían sus palabras, cuando expresó textualmente: « Lo más emocionante en mi vida profesional fue el día 11 de septiembre de 1973, cuando estando en La Moneda, el Presidente Salvador Allende me pidió que abandonara el Palacio de Gobierno, el que fue bombardeado cinco minutos más tarde» .

    No podía decir más entonces Orlando Lagos, que había tomado las fotos que harían historia sólo unas horas antes de la despedida de Allende. Ésta consistió en un firme apretón de manos. Tampoco hablaría en público al respecto con posterioridad. Pero su familia más cercana siempre supo que él era el único autor de aquellas fotos para el bronce. En el último período de su vida, el Chico Lagos cayó en las garras del mal de Alzheimer, agudizado desde fines de 2005, y ya nunca más habló de su hazaña.

    En esta crónica de LND se reconoce, por primera vez en forma explícita en el periodismo chileno e internacional, la paternidad de Luis Orlando Lagos Vásquez sobre las últimas fotos de Allende con vida, al interior de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973. El autor de esta nota estaba al tanto de ello desde 1974, en el exilio, pero nunca antes pudo publicarlo, incluso cuando revelar el secreto ya no dañaría a nadie… salvo, quizás, a los que cobraron los 12 mil dólares a nombre del Chico Lagos. Pero eso tampoco se sabía públicamente hasta hoy, domingo 4 de febrero de 2007.

    [ Cliquez sur l’image pour l’agrandir ]

    PHOTO D’ORLANDO LAGOS, PARU DANS THE NEW YORK TIMES EN 1973



    © Foto de don Luis Orlando Lagos, 40 años después… La publico para intentar contar la historia completa, tan poco conocida… A las diez de la mañana, los tanques comienzan a bombardear La Moneda. La foto muestra el ultimo recorrido por La Moneda del presidente Allende, portando un casco y con un arma en mano, mira hacia arriba, señal inequívoca del paso de los aviones. Detrás va su medico Danilo Bartulín, apesadumbrado, mirando hacia el cielo: “Sabíamos que el president no se rndiría”. Detrás del presidente, en el rellano de la puerta semiabierta, vemos al carabinero José muñoz y el final el rostro de uno de los GAP. El hecho que aparezca el carabinero significa que la fotografía fue tomada entre las diez y las diez y media de la mañana, pues a esa hora precisa, la guardia presidencial de carabineros abandona el Palacio. (Allende había leido el discurso final poco antes de las 10 AM) Los dos guardaespaldas que surgen en los costados de la fotografía, mirando también al cielo, eran Felipe y Mauricio, que se cuentan entre los detenidos-desaparecidos. Información tomada del libro “MULTITUDES EN SOMBRAS”, Gonzalo Leiva Quijada, pag 35. Ed, Ochlibros, primera edición, agosto 2008.

    Publié par Araucaria à 11:00

     
     
    Adriana Goñi Memoria Vigente
     

La pista Suiza. Investigación periodística en 1986 de Juan Gasparini, detenido ESMA #774

La pista suiza

http://www.juangasparini.com/libros/la-pista-suiza/

Lagasa, Argentina, 1986.

El retorno a disposición de los lectores de La pista suiza ocurre 27 años después de su estallido en librerías, pero ahora su edición es gratuita, digitalizada en mi página web. El milagro de internet, que no existía en 1986, recupera así mi primera investigación periodística y la mayoría de sus ilustraciones originales, preservando su contribución testimonial y documental a la verdad histórica del fenómeno represivo sufrido por la Argentina durante la pasada dictadura militar (1976-1983). La razón de su vuelta al público radica en que sus tres protagonistas, los ex-paramilitares Luis Martínez, Rubén Bufano y Leandro Sánchez Reisse, que irrumpieran en el libro operando clandestinamente en ciudades helvéticas hacia 1981, reaparezcan en 2013 ante la Justicia federal en Buenos Aires, para hacer frente a los crímenes, de cuyas responsabilidades huyeran durante casi 40 años.

Me topé con esta banda del Batallón 601 del Ejército argentino en 1981, leyendo diarios y revistas en Ginebra, donde un año antes había solicitado y obtenido el asilo político, en tanto miembro de la tendencia revolucionaria del peronismo, perseguido por el régimen de las Fuerzas Armadas. Mi compañera, Mónica Jáuregui,* venía de ser asesinada por el Grupo de Tareas que actuara desde la ESMA, el 10 de enero de 1977, campo de concentración que secuestrara durante varias semanas a nuestros dos hijos, Emiliano y Arturo, y me mantuvieran en cautiverio alrededor de 20 meses. Luego escapé de Argentina con identidad falsa y la historia que fui descubriendo en los medios suizos aprendiendo el francés, se terminaría convirtiendo en mi narrativa final de Diploma en Periodismo en la Universidad de Friburgo, en 1985, anticipo del libro que saliera de imprenta en Buenos Aires el 12 de agosto de 1986.

Dedicado a Mónica, dicho trabajo anunció el inicio de una nueva etapa en mi vida, dejando atrás la militancia política, para asumir el periodismo, comienzo de una carrera que conoció ulteriormente otras obras de equivalente formato, extensión y envergadura, a las que puse término en 2009. Eso coincidió con la creación de mi sitio web, una vez agotados los desafíos de largo aliento en la profesión que impusieran escribir libros. Continué mi actividad desde el periodismo electrónico y mediante apariciones esporádicas en algunos medios gráficos con artículos puntuales. La reedición digital de La pista suiza no transgrede la decisión de abandonar la ambición de nuevos libros propios, aunque nadie está al abrigo de nada. Tampoco cuestiona proseguir mi labor periodística de cualquier manera.

He resistido a la tentación de corregir y actualizar el manuscrito original de La pista suiza, por la legítima vanidad de sumarme a los beneficios del reconocimiento que una buena investigación periodística es la que mantiene su vigencia, al menos dos décadas posteriores a su publicación. Por supuesto que hoy somos todos más inteligentes que ayer, y que la experiencia profesional desde entonces acumulada permitiría una redacción más satisfactoria. Sin embargo, me produce placer correr el riesgo de ser tal vez considerado pasado de moda al recobrar viejos personajes, quizá decrépitos por el paso de los años, viejas estrellas del Hollywood represivo, que han fracasado acaso travestidos de otros: uno haciéndose presuntamente pasar por su padre muerto, el segundo obteniendo prisión domiciliaria por Alzheimer, el tercero enredado en sus infinitas batallas de la ficcionaria tercera guerra mundial.

No poco se ha hablado sobre ellos de 1986 en adelante, y alguna notas significativas se proponen en los Anexos de esta digitalización para seguirles el derrotero hasta el presente, junto a una galería fotográfica más exhaustiva, a modo de complemento de un texto incólume que enfrenta valientemente los estragos del tiempo. Aquellos autores de secuestros extorsivos contra pago de rescate, que cometieran el error de elegir a Suiza para el cobro del botín, aportaron la prueba material en el extranjero, de una metodología vernácula del terror. Ello condujo a los tribunales nacionales a considerarla un delito contra la humanidad por el carácter masivo y sistemático del daño en perjuicio de la población civil: el secuestro y tortura de miles de personas en lugares secretos, antes de la desaparición de los cuerpos de las víctimas, arrojándolas a profundas aguas, como reveló por primera vez uno de los victimarios en el juicio de Zurich, que viene a cuento en La pista suiza.

Juan Gasparini, Ginebra, Suiza.


Mónica jauregui

jueves, 30 de septiembre de 2010

Un detenido de la ESMA interrogado cosntantemente por Graiver

 Juan Gasparini declaró en el juicio por la ESMA

El periodista y escritor Juan Gasparini afirmó ayer que fue interrogado insistentemente sobre el banquero David Graiver y los fondos de la organización Montoneros durante su cautiverio en la Escuela de Mecánica de la Armada. “Me preguntaban mucho por cuestiones financieras: David Graiver y las inversiones de los Montoneros en Cuba. También me interrogaban por unos supuestos ‘Doctor Paz’ y ‘Doctor Peñaloza’, que según ellos iban a retirar dinero a las oficinas de Graiver”, dijo el testigo al prestar declaración en el juicio por delitos de lesa humanidad contra 18 represores de la ESMA, que se desarrolla en el Tribunal Oral Federal 5.

Gasparini, quien se identificó como “militante de lo que se llamaba Tendencia Revolucionaria del peronismo”, confió a los jueces que “yo no sabía nada de lo que me preguntaban sobre dinero y les decía a los marinos lo que se sabía en la militancia: que Montoneros tenía acuerdos con la Confederación General Económica (CGE) de José Ber Gelbard, que en ese momento estaba exiliado en Estados Unidos”.

El autor del libro Graiver, el banquero de los montoneros recordó que fue secuestrado el 10 de enero de 1977 por una patota comandada por el jefe de inteligencia del Grupo de Tareas 3.3, capitán Jorge Acosta, y sometido a tormentos desde ese mismo día. En la ESMA “yo era el número 774 y me llamaban por ese número”, dijo. Identificó y señaló en el banquillo de los acusados a los capitanes Juan Carlos Rolón y Ricardo Miguel Cavallo como ejecutores del operativo en el que fue asesinada su esposa, Mónica Jáuregui, en un departamento en Sánchez de Bustamante 731. “También intervino un tal Suárez, que vino y me dijo que él le había dado el tiro de gracia a mi mujer”, añadió.

El testigo contó que en enero de 1978, alojado en “Capucha”, vio “cuando sacan moribunda a Norma Arrostito”, una de las fundadoras de Montoneros. “La habían envenenado con una inyección que le provocó la muerte”, dijo, e identificó al autor como “el mismo médico que controlaba mis paros cardíacos en las sesiones de tortura”.

Gasparini contó que camino al baño del tercer piso del Casino de Oficiales pudo ver a través de un espejo a “una mujer alta y delgada asomarse desde una ducha”. “Mucho después, al ver fotos publicadas en la prensa, supe que era la monja francesa Alice Domon”, la religiosa desaparecida junto con su compañera Léonie Duquet.

Durante el testimonio identificó al ex marino Juan Carlos Rolón “que está sentado acá”, como jefe del grupo que pocas horas después de su secuestro asesinó en su domicilio a su mujer, Mónica Jáuregui.

“Ricardo Cavallo, que también esta sentado acá, manejaba el coche, en que fui llevado a la casa y después vino un tal Suárez que se jactó de haberle dado el tiro de gracia” Gasparini identificó también a ex capitán de corbeta Jorge “Tigre” Acosta como el que lo torturó “a cara descubierta”, junto a Alberto González Menotti y Francisco Whamond.

“Yo era el detenido 774”, dijo, antes de exhibir al tribunal un antifaz que “es el tabique tuve que llevar puesto durante dos años”.

También exhibió ante los jueces y a pedido de la fiscalía las marcas de los grilletes en sus piernas. En el extenso testimonio, dijo que vio a la monja Domon -cuyos restos fueron encontrado en una fosa común- una vez que se cruzaron e los sanitarios y luego la reconoció por fotos.

También recordó haber visto en la ESMA a Graciela Tauro y Jorge Rochestein, que están desaparecidos, y son los padres del “nieto 102” recién encontrado por la Abuela de Plaza de Mayo.
Gasparini dijo que tuvo los tobillos encadenados “desde enero hasta diciembre de 1977”. “Tengo el record de grilletes”, aseguró, y exhibió las cicatrices que le quedaron en las piernas y en un codo, producto de los golpes contra “la parrilla”, en referencia al elástico metálico donde se aplicaban las torturas. Luego sacó de un bolsillo una prenda de color negro y la exhibió con la mano en alto. “Acá traje el tabique con que me vendaban los ojos en mi cautiverio. Lo saqué de la ESMA y lo conservé todos estos años para aportarlo al juicio.”

Archivos relacionados con este libro

«No quiero que el tiempo pase y la muerte los silencie. ..» Internacionalistas chilenos.

MISIÓN INTERNACIONALISTA. DE UNA POBLACIÓN CHILENA A LA REVOLUCIÓN SANDINISTA. JOSÉ MIGUEL CARRERA CARMONA

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“No se conoce en Chile la historia de los internacionalistas.Ya han transcurrido más de treinta años de esa gesta heroica y quiero contribuir modestamente a la memoria histórica del pueblo chileno como una muestra de respeto y admiración a mis compañeros, a los que entregaron su vida en el cumplimiento de nuestros sueños y a los que siguen vivos y orgullosos de su pasado.
No quiero que el tiempo pase y la muerte los silencie. Ese es mi único propósito.” José M. Carrera

Esta mañana de febrero,con aire de vacaciones de otros, comencé a leer este libro de José Miguel.

Tanto leer historias, relatos, testimonios, poemas contingentes, cuentos combativos,música que comprometa su pensar y ver en el cable cine testimonial memorioso de otros continentes,y de países hermanos- de por acá muy de repente la telenovela contingente- como que una se  siente a veces con el alma embotada, con la memoria impregnada y ya casi,casi,por defensa personal, no hace eco.

Y un día cualquiera  una se tropieza con las palabras del antiguo “ayudista”, del hoy mercader del Templo,manejador de técnicas sociológicas y de psicología social con las que maneja bellos y nobles términos que transforma en epítetos deshonrosos con fines más que transparentes. 1.

Lo que leo hoy al vuelo, con renovado interés, es la antítesis de lo señalado anteriormente. Es la dignidad y la honestidad de un protagonista de una historia compartida, segmentada por imperativos de una contingencia extendida por décadas que solo dio voz a los espúreos y a los traidores.

José Miguel Carrera, de ilustre nombre y memoria larga, relata experiencias desconocidas para casi todo chileno , salvo para quienes vivieron la gesta de luchar, como militares chilenos formados en Cuba, en una revolución  triunfante, como lo fue la Sandinista.

Las palabras “compañero”, “combatiente”,”comandante” tienen en este relato el contenido valórico que nos interpreta y convoca y que hace de nuestra memoria colectiva , esa que comparten los que tienen la dignidad de luchar por sus principios,  una fuente de orgullo y dignidad.

El joven que dejó su población, su familia,su país para partir a Cuba a estudiar medicina, en el primer grupo de becados en 1972, que solo volvió diecisiete años después, clandestino, oficial de ejército,que rompió los sueños maternos,que recibió el reconocimiento del gobierno nicaragüense,y que hoy comparte su historia y la de los jóvenes de su generación,abre una puerta al conocimiento de una etapa de nuestra historia aún invisible .

1.- Fernando Villegas..http://blog.latercera.com/blog/fvillegas/entry/sabe_a_jab%C3%B3n_pero_es

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Divagaciones sobre un Weichan

Quiero escribir de un hombre.
Tal vez si leen “Héctor Llaitul” no les diga nada.
Yo les voy a contar un poco sobre Héctor Llaitul Carrillanca. Un weichan, un guerrero.

URBESALVAJE

hector llaitul(1)

Por Hugo Dimter

Quiero escribir de un hombre.
Tal vez si leen «Héctor Llaitul» no les diga nada.
Yo les voy a contar un poco sobre Héctor Llaitul.

Chile. Osorno, ciudad gris, lluviosa y fría que se erigió en un valle sureño tras un diluvio que aún no amaina. Dicen que es aburrida; algunos señalan que es cuna de nazis, otros que es actual tierra de colonos alemanes, anteriormente mapuches -exactamente huiliches- que eran, son, y serán habitantes de ese lugar, enclavado en el sur, al final de tierras australes. Ahí, a mediados de los sesenta, nació Héctor Llaitul Carrillanca. Un weichan, un guerrero.

Unos amigos mexicanos y españoles me piden que les cooperé con un artículo y qué mejor que escribir sobre alguien que refleje decencia en estos tiempos plenos de injusticia, maldad y ansias de poder a cualquier costo que son combatidos por escasos hombres de bien.
El…

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El combate en que murió Miguel Enríquez. Gabriel García Marquez

 

Por Gabriel García Márquez

Nos ha dejado Gabriel García Márquez, el escritor militante. Recordando su faceta periodística, presentamos este artículo publicado originalmente en la revista Alternativa en el que el escritor colombiano reconstruye los últimos días del recordado dirigente chileno, Miguel Enríquez.

Miguel Enríquez fue un importante dirigente de la izquierda Chilena, Secretario General del Movimiento de Izquierda Revolucionaria MIR, Partido, que hizo parte de la Unidad Popular y apoyo al Presidente Salvador Allende, luego del golpe militar, permaneció en Chile, trabajando por la resistencia a la dictadura, hasta que fue ubicado y muerto al resistir el arresto, que muy seguramente lo hubiera conducido a la tortura y la muerte. Gabriel García Márquez, reconstruye sus últimos días y su muerte, con el relato de su esposa, Carmen Castillo, quien sobrevivió.

Teníamos todo listo para cambiarnos de casa el lunes siguiente hacia un lugar más seguro, cuando los agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) nos cayeron por sorpresa y mataron a Miguel.

Aunque parezca extraño, ése fue el único sobresalto doméstico que tuvimos en tantos meses de clandestinidad después del golpe, pues Miguel había descubierto que no hay mejor escondite que la vida cotidiana, de modo que llevábamos una existencia normal, consagrada al intenso trabajo político que nos había encomendado el partido.

Era una casa grande, con una sala, dos dormitorios, un cuarto arreglado como estudio y un pequeño patio con un cuartito al fondo donde guardábamos las armas. El barrio era muy agradable, una mezcla entre obreros especializados y burguesía media, muy simpáticos y amables y nadie hubiera podido imaginarse que Miguel era en aquel momento el hombre más buscado por la dictadura de Chile.

No podían imaginárselo, precisamente porque nunca nos escondimos.
Al principio, cuando llegamos, habíamos explicado a los vecinos que Miguel trabajaba en casa porque estaba enfermo de los riñones.
Yo salía todos los días a la hora en que todas las amas de casa hacen las compras y entonces aprovechaba para hacer los contactos y recoger el material de información que nos llegaba de todos los niveles del partido.

Durante varios meses vivieron con nosotros las dos niñas de Miguel, que se llamaban Jimena y Camila; y a quienes habíamos enseñado a tratarnos de un modo en que nunca supieran quiénes éramos en la realidad. Por fortuna pocos días antes de la muerte de Miguel, habíamos tomado la precaución de asilarlas en una embajada para que salieran del país.

Entonces yo estaba encinta de seis meses y eso fue un detalle más de naturalidad, porque no es fácil sospechar que una mujer embarazada esté haciendo un trabajo político tan intenso y arriesgado.

Lo único que Miguel hizo fue afeitarse el bigote, rizarse el pelo y llevar unos lentes de vidrio naturales cuando salía a la calle.
Manejaba él mismo un Fiat 124 blanco pero su licencia de conductor era falsa y figuraba con un nombre supuesto.

El problema era que ambos teníamos la obligación de andar armados.
En cierta ocasión de los últimos meses, cuando la persecución se había vuelto más dura, Miguel y yo nos encontramos de pronto en pleno centro de Santiago con una barrera militar que filtraba a los transeúntes.

La documentación que llevábamos hubiera pasado, pero las armas no. Nos preparamos porque entonces sólo había dos caminos, o lográbamos pasar o nos abríamos paso a tiros; no había otro remedio.

De pronto, por instinto, ambos tuvimos la misma reacción, le hicimos un gesto amable a los milicos, los saludamos como amigos, como sus partidarios, y así pasamos sin ser molestados a través de cinco automóviles y no sé cuántas furgonetas de pacos con ametralladoras que respondían a nuestros saludos. Cuando nos quedamos sin las niñas, el partido había resuelto que Miguel se sumergiera cada vez más, que no asumiera ninguna otra tarea de choque.

Andrés Pascal, que ahora ha reemplazado a Miguel en la secretaría general del partido, sería el encargado de las tareas de choque para que Miguel se dedicara por completo a analizar informes y redactar documentos que eran necesarios.

Es decir: su tarea principal era pensar, hacer las reflexiones del partido. Estudiaba profundamente la crítica económica mundial, la historia de América Latina, la situación real de Chile en el mundo. A veces permanecía tardes enteras absorto en la lectura de la Enciclopedia Británnica o gateando en el suelo sobre un enorme mapa del mundo.
Mientras tanto yo recogía en la calle materiales que nos enviaban los militantes con los informes de la base.

Cuando regresaba con esos papeles era el momento de mayor tensión del día, porque uno abría aquellos maletines y ahí venía la realidad plasmada en papeles, venían las discusiones políticas de fondo, el pensamiento de la base.

Es raro, pero Miguel no hablaba nunca de la muerte, a pesar de que se sabía acechado por ella.

Tenía un gran amor a la vida y sabía, como médico, que la buena salud y el estado físico eran fundamentales en la lucha revolucionaria.
Por eso hacía todas las mañanas una hora completa de gimnasia, me obligaba a mi a hacerlo con é;l, después tomábamos un desayuno abundante.

Le gustaba comer bien, sabía de buenos vinos y siempre tenía un rato libre para oír música en el tocadiscos destartalado. Le gustaba la música popular de América Latina, le gustaban los tangos y algunas cosas de Wagner, aunque en realidad sólo podía oír lo que teníamos, que era muy poco.

Los amigos que entonces nos visitaban, comían con nosotros y a veces se quedaban a dormir, pero eran siempre hombres de la comisión política del partido y las conversaciones eran de trabajo político.

De pronto, sin ningún anuncio, Miguel me habló una noche de la muerte, quince días antes de que lo mataran.

Es curioso, porque yo misma no sabía qué pensaba. Aquella noche supe que Miguel no le temía a la muerte, pero estaba decidido a no salir a buscarla: estaba contra los sacrificios inútiles. Es bueno que esto quede muy claro: Miguel Enríquez no quería morirse como se murió a los treinta años, quería luchar para ganar, no para perder, sabía lo que quería hacer, lo que quería realizar al final y estaba convencido de que su tarea era mucho más importante después del triunfo.

Tenía conciencia de ser un dirigente de izquierda con capacidad intelectual, y todos éramos conscientes de eso. Y por eso sentía que su deber era estar vivo. El combate en que mataron a Miguel fue el Sábado 5 de Octubre de 1974.

Desde hacía varias semanas sabíamos que algo había pasado, algo que no veíamos con claridad, pero que nos obligaba a cambiar de casa inmediatamente. Los golpes certeros que la dictadura estaba asestando a nuestra militancia demostraban que tenían pistas, que nos habían agarrado hilos muy seguros; tal vez que alguien había hablado. En vista de eso, yo ubiqué una casita chiquita de dos piezas, pero con una parcela que la hacía menos sospechosa, con muchos árboles frutales, con gallinas, escondida en una zona muy calmada donde hubiéramos podido vivir mucho tiempo sin ser descubiertos.
Sin embargo, una serie de contratiempos imprevistos nos hicieron perder un tiempo precioso. La persona que debía comprar la casa a nombre nuestro la ubiqué yo a través de un enlace que cayó; el jueves 3.

El viernes no pude encontrar nada bueno. El sábado salí otra vez y dejé a Miguel trabajando en casa con otros compañeros del partido.
No encontré nada en la mañana, y de regreso me detuve en la tienda de la equina a comprar cosas de comer.
A la una, cuando entraba a la casa cargada de paquetes, encontré a Miguel con la camisa celeste, chaleco beige y los lentes que sólo usaba para salir a la calle. «Tenemos que irnos enseguida», me dijo, con calma pero con firmeza. Y me explicó que habían pasado frente a la casa, muy despacio, dos automóviles que sin duda eran de la DINA.
Nuestras sospechas de que el escondite había sido descubierto empezaban a confirmarse y no podíamos perder un segundo. Todo estaba listo para escapar, el automóvil encendido en el garaje con todas nuestras cosas dentro, salvo dos maletines de papeles que seguían en el dormitorio.
En la casa estaban dos compañeros más: Humberto Sotomayor y el Coño Molina (asesinado pocos dí;as después en las calles de Santiago por la policía).
Nos dirigíamos al garaje, cuando uno de ellos se asomó por a la ventana y gritó: «Ahí vienen de nuevo». Sólo entonces nos dimos cuenta de que se nos venían encima, tanto que apenas si tuvimos tiempo de tomar nuestras armas, cuando una ráfaga de metralleta barrió el frente de la sala. Miguel, con la Naca que tuvo siempre al lado de la cama, respondió al fuego desde una ventana de la sala. Los otros dos disparaba desde posiciones móviles.

Yo disparaba desde el cuarto, con una metralleta Scorpio, muy chiquita. Mi formación era teórica, de modo que el propio ruido de mi arma me produjo una sorpresa muy grande, y disparaba hacia la calle sin ver a nadie, como si estuviéramos peleando contra un enemigo feroz pero invisible. De pronto, como a los diez minutos de fuego intenso, el tiroteo cesó, y Miguel me hizo una seña urgente desde la puerta para que escapáramos por el patio. Yo agarré entonces uno de los maletines, el que tenía los documentos recibidos el día anterior y que yo estaba obligada a proteger, y en ese momento sentí una explosión y un golpe de muerte y sentí el brazo derecho desgarrado y lo vi colgando sin sentirlo moviéndose solo y bañado en sangre.

Una granada lanzada desde la calle había estallado en la sala y sus esquirlas me destrozaron el brazo y me hirieron por todo el cuerpo, pero en el instante de caer al suelo yo no sentía dolor ni miedo sino la sensación nítida de que ya estaba muerta.

Molina pasó junto a mí, siempre disparando hacia la puerta de la calle, y me dijo: «Te tocaron», o algo así. Traté de incorporarme, sin lograrlo y entonces vi a Miguel tirado en el suelo del pasadizo que separaba la casa del garaje, y estaba de espaldas, con la ametralladora en la mano y una mancha de sangre en los pómulos, en ambos lados, pero más en el izquierdo.

Tenía los ojos vivos, me miraba todo el tiempo y respiraba con dificultad. Verlo en aquel estado fue algo tan terrible para mí que perdí el conocimiento. En aquella laguna me fue imposible saber qué sucedió con Molina y Sotomayor.

Pero cuando recobré el conocimiento tuve bastante lucidez para darme cuenta de inmediato que las únicas personas que quedaban dentro de la casa éramos Miguel y yo. No conseguía levantarme, pero lo vi parapetado en un muro del garaje, todaví;a disparando hacia la calle con mucha serenidad.

El último recuerdo que tengo de él, antes de perder la consciencia por segunda vez, es el de su rostro inclinado sobre mí, como en cuclillas, diciéndome algo que no pude entender.

No sé cuánto tiempo había transcurrido cuando volví a despertar, pero el propio gobierno fascista ha dicho que el combate con Miguel duró casi dos horas. Lo primero que me sorprendió fue el silencio absoluto de la casa vacía. No me dolía nada y aunque no podía incorporarme tenía la rara certidumbre de que no iba a morir.

Tanto, que cuando los dos primeros policías echaron abajo la puerta de la calle y entraron corriendo en la casa silenciosa sentí una mezcla de terror y de alivio y me dije: «Mierda, me van a sacar de aquí, y a lo mejor sigo viva», y entonces uno de ellos se me tiró encima y me plantó un puñetazo en la cara y me rompió un diente y me gritó: «Tú eres la Jimena, concha de tu madre, que hacías aquí metida». Pero el otro le ordenó que me dejara quieta. «Esta mujer está embarazada -le gritó- Sáquenla de aquí.» Me acuerdo que entonces me arrastraron hasta la calle, dando órdenes contradictorias de que trajeran una ambulancia, de que no, de que sí la traigan. Había una muchedumbre en los extremos de la calle, había muchos automóviles de la policía, mucho ruidos de sirenas y seguían disparando hacia la casa, lo que me hizo pensar que Miguel estaba vivo y seguía resistiendo. Cuando por fin me subieron a una ambulancia, sentía una prisa irracional de que llegaran pronto a alguna parte. Sin embargo, los dos policías que se subieron conmigo no lograban ponerse de acuerdo sobre mi destino: uno quería llevarme a la cárcel, el otro al hospital.

Este último se impuso, y la visión de los médicos y las enfermeras fue para mí como un nuevo soplo de vida: mi única preocupación desde entonces fue conseguir que alguien sacara la noticia de que yo estaba viva, pues teníamos la experiencia de otros compañeros a quienes los militares los declararon muertos mucho antes de que se les murieran en las salas de tortura. De modo que en la primera fracción de segundo en que me quedé sola con una enfermera que me estaba haciendo una transfusión de sangre, le dije que rápidamente: «Avísele a mi tío Jaime Castillo», y le di el número del teléfono. Ella lo hizo, y con esa llamada me salvó la vida.
La noticia desencadenó en el mundo entero un movimiento de solidaridad cuya presión terminó por vencer a la Junta Militar.

Sin embargo, en aquellos largos días del hospital yo no sabía que tantos amigos conocidos se ocupaban de mi suerte.

Al cabo de incontables horas de interrogatorios, de disputas entre los esbirros que trataban de sacarme informaciones por la fuerza y los médicos que cuidaban de mi salud; después de una operación difícil para tratar de rehabilitarme el brazo que todavía tengo inútil; después de la noticia terrible de la muerte de Miguel que me comunicaron en el hospital y la ansiedad por la suerte de su hijo que empezaba a moverse en mi vientre, después de tantas noches de soledad y horror, vino un coronel que me hizo firmar muchos papeles, me llevó al aeropuerto temblando de furia, y me subió en un avión sin decir siquiera para dónde iba.
Ya en pleno vuelo me dijo alguien que veníamos para acá, para Londres.

Artículo publicado en la revista Alternativa 

Memoria Anónima “Boris: Combatiente del Pueblo”,

Por Manuel Madariaga y José Miguel Carrera

 

La primera impresión del lector es que la idea central del autor (o autores) del libro anónimo “Boris: Combatiente del Pueblo”, Ediciones Pueblo en Lucha, es rendir homenaje a Luis Antonio González Rivera, combatiente del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, muerto en combate en la ciudad de Molina, VII Región, el 13 de diciembre de 1990. Lo dicen: “Es por eso que la labor que ha emprendido un grupo de compañeros de rescatar la figura de Luis Antonio González Rivera tiene como objetivo recuperar la memoria histórica de los sectores populares de nuestro país.” (Página 7).

Durante la lectura, queda de manifiesto también otra idea, al parecer la principal: dar a conocer la visión del contexto en que se desarrolló la vida del combatiente. “Las páginas que a continuación vienen no intentarán quedarse sólo en la historia personal, puesto que no son las individualidades las que hacen la historia sino los pueblos.” (Página 14).

“Boris” seudónimo combativo de Luis Antonio, y con el que es recordado, es un personaje que nace desde el seno popular. El texto lo rescata para la memoria del pueblo, de su entorno, de aquellos que le conocieron y que se reconocen en su lucha. Una de las características que deja entrever este libro es la sencillez de Boris y su tremenda capacidad para abordar tareas y misiones que requerían mucho más que la valentía, que él tenía; sino además, la convicción política de lo imprescindible de acometerlas. Esa fue su actitud hasta el día de su muerte.

El logro del (os) autor (res) es rescatar del olvido a un combatiente de excepción -y humilde a la vez- que nace en un barrio popular y que se transforma en un luchador clandestino, lo que dificulta de sobre manera obtener información de él, por eso se recurre a las entrevistas con su entorno más cercano para narrar los últimos momentos de su vida.

Es la población Santiago y Los Nogales donde más conocieron a Luis Alberto, o Toño Cunini, otro seudónimo que usaba, como el libro lo deja ver. El relato es desde la población, del Liceo Guillermo Feliú Cruz, estudios secundarios que no terminó. Las letras vienen de la esquina donde se juntaba con sus amigos en los años 80. “Era conocido en las calles de la población Santiago como el Requetepatitas, por uno de los tantos artículos que vendió en las micros de la capital”. (Página 21).

Cuando aborda el contexto político de la época y de la situación de las organizaciones populares que combatían a la dictadura, lo que puede ser compartido o no por los lectores, se apoya en una importante bibliografía que se cita con claridad: El Rodriguista, Revista Octubre 21, Revista La Huella, el libro del historiador Luis Rojas “De la rebelión popular a la sublevación imaginada”, LOM Ediciones, 2011. El libro de Pedro Rosas, “Rebeldía, subversión y prisión Política” LOM Ediciones, 2004 y la prensa de la dictadura.

El libro relata que Boris estuvo presente en muchas acciones combativas, y no sòlo en su territorio. Se destaca con fuerza su participación en la implementación de la estrategia político militar del FPMR, la Guerra Patriótica Nacional – GPN.

Finalmente se deduce en la obra la importancia del rescate de la vida combatiente de Boris, por tres importantes razones: Fue hijo del pueblo pobre, por el contexto de su caída y por las tareas de “basificación” rural que cumplió en los últimos momentos de su vida. (Página 143)

Falta mucho por conocer de los cientos de héroes populares, como Luis Antonio, que se nos escapan entre las manos. Por eso es destacable el trabajo realizado por el autor de este libro de 154 páginas.

Quedó el deseo de seguir la lectura, de saber más de Boris, de entender cómo fue cambiando, ¿qué pensaba?, ¿qué leía?, ¿qué cosas discutía y cuáles le apasionaban?, ¿cómo decide dar todos esos pasos en su vida?, sobre todo cuando supo que no volvería a ser más el que un día fue, ¿cómo él veía el presente de sus padres con su futuro? En el sentido de que debe haber pasado algo en su casa, sus amigos, algo especial que lo llevó no sólo a tirar piedras y hacer barricadas. Claramente Toño Cunini fue un combatiente popular, revolucionario; y no el terrorista o delincuente como lo acusaron más de una vez los “medios oficiales” del primer gobierno de la Concertación.

El rescate de su memoria depende de nosotros, sus compañeros y de su población que no lo olvidará nunca.

El valor de un esfuerzo literario como éste merece conocer sus autores y no quedar como un libro anónimo.

 

El día en que todo cambió. Ariel Dorfman

 

EL MUNDO

El día en que todo cambió

 

 Por Ariel Dorfman *

Si estoy con vida, si cuarenta años más tarde puedo contar la historia del golpe del 11 de septiembre de 1973, es gracias a la ciega generosidad de mi amigo Claudio Jimeno.

Lo recuerdo ahora tal como lo vi entonces, cuando me despedí de él sin saber que se trataba de una despedida final, sin saber que en poco tiempo él estaría muerto y yo iba a sobrevivir, ninguno de los dos anticipando que los militares lo matarían a él en vez de ensañarse conmigo.

Nos conocimos en 1960, cuando los dos cursábamos el primer año de estudios en la Universidad de Chile. Incisivos sobresalientes y una mata de pelo negro erizado le habían merecido un apodo, Conejo, que luciría hasta el día de su muerte. Estaba de novio con Chabela Chadwick, una estudiante de química, y cuando yo comencé a salir con Angélica, mi futura mujer, los cuatro participábamos, junto a otros entusiastas condiscípulos, en un raudal de actividades: bailes y paseos a la playa y, sobre todo, sumándonos a manifestaciones de protesta. Porque lo que en última instancia más nos unía, más allá de compartir confidencias y esperanzas, era una feroz necesidad de batallar por la justicia social en un continente de extrema pobreza y desarrollo frustrado.

Como millones de otros chilenos, Claudio y yo éramos fervientes seguidores del socialista Salvador Allende, que proclamaba –en una época en que la guerrilla se alzaba con furia en toda América latina– que era posible una revolución en nuestro país sin recurrir a la violencia, que podíamos crear una sociedad más justa y soberana por medios democráticos y pacíficos. Nuestros sueños se hicieron realidad cuando, diez años más tarde, Allende ganó las elecciones presidenciales de 1970.

Los sueños y la realidad, sin embargo, no siempre van de la mano.

Ya a mediados de 1973, el gobierno de Allende estaba asediado por sus enemigos internos y externos y la creciente amenaza de un pronunciamiento militar. De manera que cuando Fernando Flores, el secretario general de Gobierno del Presidente, me pidió que sirviera como su asesor de prensa y cultura, no tuve la menor duda. Una de mis responsabilidades más urgentes era que debía hacer guardia una vez, cada cuatro noches, en La Moneda, para que pudiera comunicarme con Allende en caso de alguna emergencia. Las otras noches se rotaban entre tres otros asesores, uno de los cuales era Claudio Jimeno.

De manera que cuando me di cuenta de que me tocaba dormir en La Moneda la noche del lunes 10 de septiembre, nada más natural, entonces, que canjear ese turno con mi viejo amigo, pedirle si era posible hacerme cargo de su guardia del domingo 9 de septiembre. Me convenía ese domingo porque era la única ocasión que tenía para mostrarle a Rodrigo, mi hijo de seis años, la galería de retratos de los primeros mandatarios de Chile y para que experimentara, antes de que su madre viniera a buscarlo, ese momento mágico en que las luces del Palacio se prendían al crepúsculo.

Claudio asintió sin la menor vacilación. En esos tiempos azarosos, pasar aunque fuera una hora extra con el hijo al que no teníamos la certeza de ver al día siguiente constituía un regalo insuperable. De hecho, me agradeció el trueque, ya que le permitía gozar de un domingo tranquilo con Chabela y sus dos hijos.

Y entonces quiso la buena y la mala suerte que fuera Claudio Jimeno el que respondió el teléfono en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, recibiendo la noticia de que el golpe, liderado por el general Augusto Pinochet, había comenzado. Y fue Claudio el que llamó a Allende y Claudio el que luchó a su lado en La Moneda y Claudio el que terminó siendo apresado y luego torturado y finalmente muerto, convirtiéndose en uno de los primeros chilenos desaparecidos. Mientras que yo desperté al lado del amor de mi vida, de Angélica, y traté de llegar a La Moneda y no pude lograrlo y heme aquí, cuarenta años más tarde, conmemorando a mi amigo y lo que se perdió y lo que se aprendió, y recordando, porque Claudio no lo puede hacer, cómo mantuvimos viva la esperanza en medio de la oscuridad. Heme aquí, todavía sin poder visitar la tumba de Claudio porque los militares que lo mataron todavía no revelan dónde echaron su cuerpo vejado.

El destino de Claudio prefiguró el de su país.

Nos aguardaban décadas de represión y pavor, de pesadumbre y combate. Aun cuando terminamos derrotando a la dictadura, nuestra democracia restaurada se vio severamente restringida. La siniestra Constitución de Pinochet, aprobada en un referéndum fraudulento en 1980, sigue siendo hasta el día de hoy la ley suprema de la república, obstaculizando tantas reformas imprescindibles que el país reclama.

Si bien aquel 11 de septiembre de 1973 fue trágico para tantos chilenos, también tuvo consecuencias más allá de nuestras orillas remotas. El naufragio de la revolución chilena repercutió en forma significativa en Europa, donde llevó a una fundamental reorientación de la izquierda en varios países (notablemente España, Francia e Italia), la certeza de que no bastaba con una mayoría electoral exigua para llevar a cabo transformaciones sustanciales en la sociedad, sino que se necesitaba un consenso amplio y profundo. En los Estados Unidos, la intervención de la CIA en la caída de Allende fue uno de varios factores que condujeron a investigaciones del Congreso, estableciendo leyes limitando las intromisiones del Poder Ejecutivo norteamericano en los asuntos internos de otras repúblicas, abriendo una discusión que es en este momento más perentoria que nunca, en vista de que los presidentes norteamericanos siguen adjudicándose el derecho a inmiscuirse ilegalmente en cualquier rincón de la Tierra donde sus intereses podrían peligrar, es decir, matar y espiar en todo el mundo.

El legado más crucial, sin embargo, del 11 de septiembre chileno fueron las estrategias económicas implementadas por Pinochet. Mi país se convirtió, en efecto, en un laboratorio para un salvaje experimento neoliberal, una tierra donde la avaricia desmedida, la extrema desnacionalización de los recursos públicos y la supresión de los derechos de los trabajadores fueron impuestas con virulencia a un pueblo desamparado. Muchas de estas políticas fueron adoptadas más tarde por Margaret Thatcher y Ronald Reagan (así como por líderes en el resto del globo), acarreando una disparidad escandalosa en la distribución del ingreso y la riqueza y, podría argüirse, creando condiciones para las últimas crisis financieras que han sacudido al planeta. Por cierto, este modelo chileno de un libre mercado exorbitante y sin frenos no ha perdido hoy su atractivo. La drástica y desastrosa privatización del sistema previsional sufrida en Chile es enaltecida por derechistas de todas las estampas como una “solución” al “problema” de las pensiones de los jubilados. Y recientemente, The Wall Street Journal, en un editorial, sugería que “ojalá los egipcios tuvieran la buena suerte de que sus nuevos generales reinantes resultaran ser como Augusto Pinochet de Chile”.

Afortunadamente, Chile no exportó únicamente las peores experiencias surgidas de la asonada militar. También ha servido como un modelo de cómo un pueblo desarmado puede, a través de la no violencia y una ardua campaña de desobediencia civil, conquistar el miedo y liquidar a una dictadura. Los alentadores movimientos de resistencia y en favor de la democracia que han brotado en todos los continentes durante estos últimos años prueban que el futuro no tiene que ser despiadado, que el 11 de septiembre chileno no marcó el final de la búsqueda de libertad y justicia social por la que murió Claudio Jimeno, que tal vez su sacrificio no fue enteramente en vano.

Y, sin embargo, no me puedo consolar. Cuarenta años más tarde todavía recuerdo su sonrisa de conejo cuando me dijo adiós en La Moneda aquella noche del 10 de septiembre de 1973.

Al día siguiente, ese martes desbordante de terror en Santiago, muchas cosas cambiaron para siempre, cambios políticos y económicos que alteraron a Chile y, se podría aventurar, también al mundo. Pero cuando contemplamos el pasado, lo que necesitamos recordar es que finalmente la historia la hacen y padecen seres humanos reales, hombres y mujeres que quedan penosamente afectados. La historia consiste de muchos Claudios y muchos Jimenos de nuestra especie, uno más uno más uno.

Esa es la historia irreparable, la que nos duele y conduele: no puede Claudio despertar, como lo hago yo cada mañana, al canto interminable de los pájaros.

Claudio Jimeno, el amigo que murió en mi lugar cuarenta años atrás, nunca ha de ver a sus nietos crecer, nunca podrá sonreírse cuando lo llamen Abuelo Conejo.

* Escritor chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: un striptease del exilio.