En el segundo semestre de 1980 los estudiantes del Pedagógico demostraron todo su rechazo a la autoridad universitaria, fiel representante de la institucionalidad militar que reinaba en chile, paralizando la universidad y movilizándose diariamente. Las voces de estudiantes, desde el MIR hasta la DC, se aunaron en un solo grito de repudio al despido injustificado de la profesora de castellano, Malva Hernandez, por supuestos «motivos presupuestarios», los que escondían a su vez el deseo de despedir a una profesora miembro de la agrupación de familiares detenidos desaparecidos.
El paro generalizado, la inactividad académica y los gritos de «¡la malva no se va!», terminaron de golpe en el momento que el rector designado, y el decano de filosofía y humanidades, decidieron cerrar el año académico.
Entre octubre y marzo del siguiente año, la dictadura y todo su equipo de civiles apuraron la promulgación de una nueva Ley General de Universidades. Era el pleno proceso de institucionalización del régimen. Gonzalo Vial, historiador y ministro de educación, salía en marzo anunciando la reestructuracion de la universidad, que en otras palabras no fue más que su desmembramiento.
Y dentro de ella, el Pedagógico dejaba de existir, las facultades se re-estructuraban, las carreras pedagógicas eran quitadas del rango de universitarias y el campus Macul -o las termas de Macul- eran bautizadas como Campus Lircay en honor a la batalla de liberales contra conservadores en 1829. Estudiantes fueron divididos entre la nueva sede de la Universidad de Chile y los de la Academia superior de Ciencias Pedagógicas, y lo que se pensaba que sería la biblioteca más grande de América Latina se reducía a pequeñas partículas.
El Campus de la Academia fue pintado entero de blanco, sus enredaderas cortadas, y desde ese momento «el pasto creció más largo».
Hoy, el hasta ahora rector de la Universidad, estudiante de castellano en el proceso más duro de la dictadura, decide volver a pintar su edificio central de color blanco. Y con ello revivir la época del pasto largo, de la policía secreta, de la delación, del terror y la ruptura. La renovación de algunos otrora resistentes es espeluznante.
— con Malva Hernández Castillo y Jorge Pesce Aguirre en Metropolitan University of Educational Sciences.
RODRIGO
“Ahora comprendo mi piel y mis huesos
el tañido funerario de todas mis canciones
el blanco color opaco de mi espejo
la oquedad de mis sienes.
Yo soy la madre vengo desde la altura
He perdido a mi hijo y soy su tumba.”
(Ronda – Eugenia Brito)
Los recuerdos que tengo de mi hijo los he ido anotando algunas veces para no olvidarlos. Cuando Rodriguito entró a kínder tenía casi cinco años. Su colegio era antiguo y estaba cerca de la casa (en ese tiempo vivíamos en Ñuñoa); la construcción era muy vieja; una muralla alta de ladrillos la separaba de la calle y para entrar, había una puerta de madera. Adentro, tenía un gran patio con salas por los costados y en medio de él, estaba una salita cuadrada que era más nueva, donde se situaba el kindergarten; su piso era de tablas de madera ancha, que en algunas partes se veía carcomida por el paso de los años; esta salita tenía una gran ventana que se abría hacia el patio. En medio de este, había un árbol añoso, que en esa época tenía unas flores largas, verdes, como cuncunas. La profesora, una muy buena educadora, como había dicho el director, era una niña muy joven.
Cierto día Rodriguito tuvo una idea genial. A la entrada de la sala había un hoyo redondito entre dos tablas. En el recreo juntó las florcitas y las puso alrededor del hoyito en forma de rayos; para él era algo bonito. Cuando la señorita entró, lanzó un grito y saltó por la ventana. Vino corriendo la inspectora a ver qué pasaba y la profesora le contó que había un hoyo lleno de gusanos. Como los niños eran muy pequeños, no les preguntaron nada. Cuando Rodriguito llegó a la casa, me contó lo que había pasado, pero no entendía por qué la señorita había gritado…
Al año siguiente, cuando tenía poco más de cinco años, entró a primero básico al Colegio Calasanz. Un día cuando llegó a la casa, me contó, con sus ojitos tristes, a punto de llorar: “En el colegio hay un niño que no vive con su mamá…” Y me miraba directamente a los ojos a ver qué decía yo. Le pregunté por qué y él me contestó que la mamá estaba en Arica. Yo le dije que a lo mejor ella estaba trabajando allá y por eso no estaba con él. No me dijo nada, pero siguió triste toda la tarde… para él era terrible no vivir con su mamá.
Un día invitó a un compañero de curso a la casa y cuando estaban jugando en nuestro patio, que era muy grande y muy bonito, yo lo llamé diciéndole “Gordo”, para que viniera. Él se puso colorado y vino donde yo estaba y muy avergonzado me dijo:” No me digas así, no ves que mi amigo es gordo…” Pensé que era tan niño y ya se preocupaba de no herir a su amigo, diciéndole lo que este pensaba que era su defecto.
Se veía bien con su uniforme de pantalón corto, camisa blanca, corbata y chaqueta. Tenía su carita de niño, todavía redonda, por eso yo le decía Gordo, mi gordo…
Otro día me contó con los ojos muy abiertos y con la mirada perdida como mirando hacia adentro: “El papá de un niño de mi colegio inventó una máquina a la que le echa paja por un lado y le sale leche por el otro…” Yo me reí y no me di cuenta de que él ya quería imaginarse el mundo de otra forma, con su pensamiento concreto todavía.
Sus compañeros eran su tema predilecto. Aunque también, su hermano mayor. Un día, cuando volvían del colegio, él venía enojado y cuando les abrí la puerta me dijo: “El Eduardo me dice a cada rato que me apure y cuando pasa por la casa del lado y está esa niña, se hace el grande de siete años y más me apura …” Como en esa época los niños usaban un bolsón que se colgaban de un hombro y la correa les cruzaba el pecho, su hermano, que era un año mayor y más delgado y ágil, lo apuraba siempre, pero lo que le daba más rabia a él era que cuando pasaba por la puerta del lado se lo decía más fuerte, haciéndose “el grande de siete años”. Sentía que su hermano lo mandaba y por algo inentendible, precisamente en ese lugar, al llegar a la casa, después de caminar cuatro largas cuadras, lo apuraba… El amor no tocaba a su puerta todavía.
En ese tiempo siempre nos visitaba una tía abuela mía que era buena relatando historias. Una vez nos contó que en el campo a un hombre que tenía una sola oreja lo llamaban Pilón. Rodrigo ya estaba más grande y un día nos sorprendió diciéndonos que él había inventado una adivinanza: “Tengo la cabeza hueca y soy pilón”. Nos desafió a que la adivinásemos y nadie supo: era una taza.
Pasó el tiempo y nos fuimos a vivir a Las Condes. Ya no conversaba con Eduardo, su hermano mayor, porque sentía que su mundo era diferente al de él. En cambio, su hermano menor, Patricio, y su gran amigo Cristián, eran tierra fresca para sembrar sus ideas. Se sentaban en un asiento de la plaza, al frente de la casa, a reflexionar y él explicaba su filosofía adolescente. Allí los pillaba la noche y solo terminaban sus conversaciones cuando los llamaban a comer.
En esa misma época empezó a enseñarle el mundo a su hermana pequeña, a Malvita. A ella la adoctrinaba sobre cómo defenderse cuando la vecina, niña como ella, le tiraba su largo pelo rubio, su orgullo y su debilidad a la vez. Rodrigo le adaptó un linchaco que se había quebrado y le enseñó a usarlo; también a usar sus manos en defensa propia… Pero, sobre todo, le enseñó, tendidos en el pasto por las noches, a mirar las estrellas y cómo distinguirlas…
Sus sueños se los transmitía a ellos, sus hermanos y su amigo más querido… Era un filósofo en capullo todavía, mas ya quería actuar ante lo duro, pero también quería mostrar lo hermoso que tenía la vida. Más adelante vendrían los años de su militancia, el encuentro con el amor y la lucha contra el dictador.
Y entró a la universidad a estudiar Filosofía. Allí su personalidad de líder carismático y alegre no pasó inadvertida; fue vigilado y delatado… y despareció.
Esta es la historia de su corta vida.
Hijo mío, te miro en las fotos donde miras de frente y tus ojos me hablan. A veces te veo sonriendo, a veces, serio. Tu presencia está siempre conmigo y tus palabras me duelen, porque por defenderte del peligro, como si dijera mágicos conjuros, en lugar de sembrarte coraje te decía que te cuidaras y tú me lo enrostrabas, diciéndome que si te pasaba algo, era yo la que te iba a joder.
Me siento culpable de no haber vivido a concho mis días contigo, porque te fuiste tan luego y tan horriblemente de mi vida. Esta pena que llevo es un peso que me agobia y no puedo calmarla con nada. Cuando llegan estos días de otoño, casi invierno, te recuerdo caminando con tus pasos largos, entrando al Pedagógico y cimbreándote bajo la llovizna como si nada…
Cuando no te vi más, al comienzo lloré mucho por ti, escondida para que no me vieran tus hermanos ni nadie. Lloraba porque te sabía desvalido, lejos, aislado y mi mente se detenía justo ahí, sin pensar en lo que te estaría pasando. Pero cuando perdí la esperanza de volverte a ver, no lloré más. Se me habían secado los ojos.
Ahora que estoy anciana, cuando pienso en ti en las noches, me salen sollozos secos, terriblemente secos y solo me llegan al pensamiento estos versos para quedarme dormida:
“Velloncito de mi carne, que en mi entraña yo tejí, velloncito friolento, duérmete apegado a mí!”
(Apegado a mí – Gabriela Mistral)
Mayo de 2016